Haciendo honor al espíritu heredado del twee-pop anglosajón, surge el primer escalón en la discografía de uno de los mejores grupos que hemos tenido nunca en la escena nacional. Cuatro canciones delicadas, correosas y juguetonas, sobre recuerdos de verano, escapadas, e historias cotidianas, donde la máxima es expresar, con lo mínimo, trozos de vida por los que sentirse irremediablemente identificado, algo que heredarían de los maravillosos Las Aventuras de Kirlian (luego Le Mans), y con los que serían principales precursores del “Donosti Sound” que surgiría a principios de los ‘90. En apenas siete minutos, dejan todas las señales que guiarán su primera etapa, la que va hasta el desgarrador “Soidemersol” (1997), donde una tristeza profunda se apoderaría de su sonido, ampliándose de manera providencial su abanico de posibilidades, al abrigo de cuerdas, pianos otoñales y demás instrumentos, con los que conseguirían hacerse mayores, y clásicos, de una manera ejemplar. Sin embargo, lo que aquí nos ocupa son estas pequeñas joyas de pop inocente, que, con esa sencillez desarmante y al trote, con unas guitarras que han mamado los discos de los Smiths, dejan un poso de amargura tierna al acabar su escucha, de esa que te reconforta y te hace esbozar una sonrisa de complicidad.
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