Poco tiempo le ha durado el trono a Bigott. Al rato de hacer la crítica de la última joya del maño, no pude aguantar el deseo irrefrenable de enfrentarme, o más bien entregarme, al último mordisco rabioso de Lisabo. Cuatro años han pasado desde el torrencial “Ezlekuak” y lejos de aligerar las formas, lo que han hecho es aumentar, aún más, la tensión axfisiante de un atentado contra la superficialidad. No se me ocurre mejor manera que intentar acercarme a describir la descarga desfasada, de todo, que he recibido que compararla con una bestia de nervio animal, desatada, poética. Donde el verbo de las letras existenciales de Mariscal se funden, en un abismo sin asideros, con la tormenta perfecta de electricidad sanguinaria y desproporcionada de intensidad que, por momentos, llega al paroxismo total y que, cuando parece que ha cesado vuelve a embestir con más fuerza, si cabe, a la yugular – “Oinazearen Intimitatea”- y suena con la violencia de una cuchillada mortal. Bajo esta premisa de ir en la búsqueda de los sentimientos más primarios, crean una masa sónica compuesta de bajos de trazo grueso – “Gordintasunaren Otordu Luzea”, baterías ceremoniosas – recuerdan, gloriosamente, a la de Todd Trainer, sobre todo en “Laztan Isilen Deidarra”- y unas guitarras poseídas por el vértigo de la distorsión definitiva – “Oroimenik Gabeko Filma”-. Ecos de los Swans de Young God ep (1984), Shellac, Sonic Youth –cuando hacen esas escaladas asilvestradas con las seis cuerdas- y los Slint de “Spiderland” (1991), no se deben advertir ni como influencias, porque si recuerdan a estos transgresores del rock es, precisamente, en la idea compartida de soltarle la correa a la emoción, e ir más allá de las fronteras delimitadas por lo políticamente correcto, por gente sin sangre en las venas y con la bombilla de la cabeza más apagada que un político del PP. Hacia muchos años que no escuchaba algo tan tremendo. Disco nacional, internacional y de los anillos de Saturno del año. Por aplastamiento.
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